Los mayas creían en una especie de Inframundo llamado Xibalbá a donde viajaban los hombres al morir.
La mayoría de las culturas más importantes del mundo antiguo creían en un mundo tenebroso y sumido en las tinieblas, muy semejante al infierno, donde los humanos viajaban, a su paso se encontraban con extrañas y aterradoras criaturas que los llenaban de horror.
Los mayas, que se asentaron en el sureste de México y en una buena parte de América Central, no fueron la excepción: ellos llamaron a este infierno, como Xibalbá. Creían que la entrada a este pasaje oscuro e infernal se hacía a través de los cenotesque se encuentran dispersos por todo el sureste mexicano y que conducen a una laberíntica red de ríos subterráneos anegadas en aguas turquesas que hoy son patrimonio natural de México.
Los Señores de Xibalbá estaban ordenados en el inframundo maya por jerarquías y consejos que coexistían con una especie de civilización en las entrañas de la tierra. Su apariencia era casi siempre cadavérica, oscura, y representaban el polo opuesto a la vida: por ello mismo fungían como el equilibrio entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Hun-Camé (Uno-Muerte) y Vucum-Camé (Siete-Muerte) eran los dioses principales del Xibalbá, pero la figura principal era, sin duda alguna, Ah Puch, también llamado Kisin o Yum Kimil, el Señor de la Muerte. Los mayas les rendían culto y hacían sacrificios humanos en su honor.
Antes de la creación del mundo tal y como lo conocemos, según el libro sagrado de los mayas, el Popol Vuh, dos hermanos llamados Hunahpú e Ixbalanqué descendieron al Inframundo cuando fueron retados por los dioses a disputar un partido de pelota. Durante el descenso a ese extraño y oscuro mundo tuvieron que sortear diversas pruebas como caminar por empinadas escaleras, cruzar ríos de agua y sangre, y pasar por cámaras tenebrosas con animales salvajes o espinas.